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Ella me alfabetizó. En mi primer día en la escuela ya sabía leer, escribir, sumar, restar, dividir y multiplicar quebrados.

No sé quién le enseñó a ella, porque su formación académica formal no pasaba de un segundo grado.

Mi segunda profesora fue la profe Elsa, quien tenía que venir desde una comunidad lejana en el lomo de su caballo a darnos clase. Ella, más que una maestra que enseñaba la «a», la «b» y la «z», era una madre grande. Se preocupaba por si habíamos comido, si en nuestras casas había comida y, si no había, enviaba una cantidad importante de alimentos con nosotros, del que había en el almacén para el desayuno escolar.

El tercer profesor fue Ramos, un profesor de la comunidad que se caracterizaba por su espíritu de guardia. Él se ocupaba de que no faltáramos a la escuela, sea por falta de ropa, o porque nuestros padres nos enviaban al conuco.

Ramos también revisaba la limpieza de las uñas, manos, pelo, dientes, orejas y cuello: todo el mundo tenía que ir higiénico a la escuela.

El cuarto profesor, Trejos era del municipio de Imbert, un hombre muy avanzado para su época. Desde que llegó, Trejos se preocupó por la edad de los alumnos de segundo, tercero y cuarto de primaria, y lo primero que ordenó fue un examen de nivel para todos. Jajajaja. Yo estaba en segundo grado una tarde; al otro día me dijo que asistiera a tercero en la mañana, y al siguiente día, en el aula de tercero, estaban resolviendo unas operaciones de suma, resta, división y multiplicación de quebrados. Nadie sabía resolverlo y el profesor Trejos me preguntó si yo sabía. Me paré y resolví las operaciones. Y parece que lo hice de manera correcta, porque al día siguiente estaba otra vez en la tarde, pero ahora, en cuarto grado.

Por este maestro, el profesor Trejos, hoy tengo formación profesional, porque la escuela de mi campo solo llegaba a cuarto grado y ahí terminaba la educación para los lugareños. Pero el profesor Trejos se reunió con mi madre y mi padre, y les dijo que tenían que enviarme a la escuela del municipio para que continuara estudiando; de lo contrario, me llevaría a vivir a su casa para que pudiera estudiar.

Afortunadamente, mis padres buscaron la forma de enviarme a estudiar al municipio. Aunque hoy me doy cuenta de que ese acto era una locura, porque, ¿a quién se le ocurre enviar un niño de 8 o 9 años a 10 kilómetros de distancia, solo, a pie, cruzando ríos, caminos malos y caminando en el borde de una autopista?

Pero, definitivamente, fue lo mejor que me pasó, pues en esa escuela me enteré de cómo funcionaban los grandes inventos y del valor de la libertad, específicamente con la historia del perro flaco y el perro gordo.

Gracias, maestros, por dar a los demás, a cambio de poco, el tesoro del conocimiento cultivado y acumulado.

Felicidades, maestras y maestros. Su labor de cada dia contribuye a crear una nación dominicana más grande, fuerte y próspera.