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24 HORAS FILOSOFÍA HOMENAJE A. ELSA SAINT AMAND VALLEJO

Día: Miércoles 30 de abril 2025
Lugar: Lobby Facultad de Humanidades
Hora: 9 a.m. a 4 p.m.

Buenas tardes. 

El tema que nos convoca en este momento es bastante complejo: Derechos humanos y soberanía nacional: reflexiones sobre las deportaciones y repatriaciones masivas de haitianos en la República Dominicana.

Se trata de un tema de gran actualidad, de suma importancia y que merece ser abordado con seriedad, pues ignorarlo en este momento histórico podría acarrear consecuencias graves para todos.

Lo primero que intentaré hacer es definir los conceptos. Cada vez que uno se enfrenta a un tema, es recomendable comenzar por aclarar los términos implicados en el título, en este caso: Derechos humanos y soberanía nacional. Debemos comenzar señalando que los derechos humanos no han existido siempre: se trata de un concepto socialmente construido, con una historia concreta.

Podría iniciar desde otro punto, pero he decidido comenzar con el Sermón de Adviento pronunciado por fray Antón de Montesinos en 1511. Se dice que en ese discurso puede encontrarse una génesis de los denominados derechos humanos, pues el fraile llamaba a valorar la vida humana en toda su dignidad, desde su fe cristiana.

En aquel entonces, se sostenía que los aborígenes no tenían alma; es decir, que no poseían un espíritu como el de los cristianos provenientes de España. Más adelante, encontramos la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, proclamada por la República Francesa en 1789.

Sin embargo, dicha declaración no incluía a las mujeres ni a todos los seres humanos. Quedaban excluidos quienes no eran considerados ciudadanos: esclavos y pueblos colonizados en América y África.

Naturalmente, el papa de la época se preguntó: “¿Cuál es la autoridad que tiene Francia para declarar derechos universales del hombre y del ciudadano? ¿Cuál es su jurisdicción para hablar en nombre de la humanidad?”. No la tenía, pues esa autoridad la había ejercido hasta entonces la Iglesia Católica, que se consideraba a sí misma la Iglesia Universal. “Católico” significa precisamente eso: universal.

Posteriormente, llegamos a 1948 con la proclamación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Aunque se denominen “derechos”, no son propiamente tales, porque, para que algo sea considerado un derecho, debe existir un mecanismo que sancione su incumplimiento. Y la ONU no cuenta con una policía ni con un ejército que imponga sus disposiciones.

Además, no todos los países firmaron la declaración. Por ejemplo, la Unión Soviética y Arabia Saudita no la suscribieron. Por tanto, no puede hablarse de un consenso mundial. Como ya se ha dicho, estos enunciados no son derechos en sentido estricto, sino postulados éticos que buscan proteger la integridad —sobre todo física— del individuo corpóreo.

Este punto es fundamental para el análisis de las repatriaciones masivas de ciudadanos haitianos por parte del gobierno dominicano. La cuestión es si, en dichas repatriaciones, se están violando derechos fundamentales: que no se les golpee, que no se les degrade, que no se atente contra su integridad física.

Por otra parte, abordaremos el concepto de soberanía. Para ello, debemos hacer un breve repaso histórico. Antes de la conformación del Estado-nación, existieron naciones biológicas, étnicas, culturales e históricas. Finalmente, surge la nación política: un Estado soberano que se da a sí mismo sus leyes y su constitución, y que ejerce autonomía plena sobre un territorio determinado.

Ahora bien, cabe preguntarse si la República Dominicana ha existido siempre como nación política y Estado soberano. ¿Acaso existía desde la creación del mundo? ¿O desde que el ser humano bajó de los árboles y comenzó a vivir en sociedad? Definitivamente, no.

La República Dominicana —o los dominicanos como tal— comenzamos a existir en un momento determinado de nuestra historia. Primero estuvieron aquí los aborígenes; luego llegaron los españoles, más tarde los africanos, y entre todos se dio una mezcla interesantísima. Aquí recuerdo algo que siempre cita el profesor Arvelo: un poema atribuido al padre Juan Vásquez.

Dicho poema expresa la confusión identitaria de una época en que los dominicanos se preguntaban: «Ayer español nací,

a la tarde fui francés,

en la noche etíope fui,

hoy dicen que soy inglés,

¡no sé qué será de mí!».

 Esto refleja cómo en el territorio que hoy llamamos República Dominicana gobernaron o fueron dominantes distintas etnias y poderes.

En cierto momento, el dominicano no sabía qué era: si español, si africano —el etíope es el africano—, si francés, si inglés o si algo distinto. Esto, naturalmente, nos habla del surgimiento paulatino de una conciencia nacional. Le cuento todo esto para decirle que, si la República Dominicana existe hoy como nación política, es porque, en un momento de nuestra historia, un grupo de hombres y mujeres tuvo la voluntad y la determinación de luchar por este territorio; ya fuera porque estaban aquí desde antes, o porque se lo arrebataron a otros.

Se lo digo de forma directa: este territorio no nos pertenecía necesariamente. Posiblemente se lo quitamos a quienes estaban aquí antes. Y hoy es nuestro porque también tuvimos la decisión, la voluntad y la valentía de enfrentarnos a todo aquel que pretendió adueñarse de este espacio y de sus recursos.

Que eso quede claro: la República Dominicana comienza a existir a partir de ese acto fundacional de afirmación soberana. Pero también es legítimo preguntarse: ¿la República Dominicana existirá para siempre? ¿Está garantizada su permanencia en el tiempo? La respuesta es no. La República Dominicana, como cualquier otra nación, podría desaparecer.

Y debo decirlo con claridad: sí, podría desaparecer. Porque muchos imperios han desaparecido, muchas naciones se han extinguido. ¿Cuándo desaparecen los imperios y las naciones? Cuando los ciudadanos que viven en ellas pierden la voluntad de luchar por su territorio, de preservar sus recursos y, en pocas palabras, cuando dejan de estar dispuestos, como se dice en el lenguaje popular, a «partirle su madre» a quien quiera inventar con nuestro territorio.

Ahora pasamos, naturalmente, al asunto en cuestión: derechos humanos y soberanía nacional. Ya he dicho que es un derecho soberano de toda nación política, de todo Estado soberano, mantener la integridad de su territorio y preservar sus recursos para sus hijos, sus nietos, para su descendencia.

Porque, si hoy tenemos República Dominicana, es gracias a unos antepasados que lucharon para dejarnos este territorio a nosotros y a nadie más. Y será nuestro mientras nosotros, los del presente, y ustedes, los del mañana, mantengamos la voluntad de preservar este país frente a los enemigos internos y externos. Enemigos que existen, incluidos muchos dominicanos que están jugando al “humanismo abstracto”, como decía esta mañana el profesor Arvelo.

Yo lo llamo de otro modo: humanismo malentendido. Ese tipo de humanismo que pretende que yo deje sin alimento a mis propios hijos, que les niegue atención médica, que los prive de educación, para dárselo todo a los hijos de mi vecino. Ese es un humanismo mal entendido, porque ni siquiera la religión cristiana —que llama a la solidaridad con el prójimo— llega al extremo de exigir que uno deje sin pan a sus propios hijos para alimentar a los hijos ajenos.

Ningún precepto cristiano obliga a un padre a despojarse de su deber fundamental con sus propios hijos —que no le pidieron venir al mundo— para asumir la carga que corresponde a su hermano. Yo puedo, sí, ser solidario con mi hermano, pero sus hijos son su responsabilidad.

Y eso mismo es lo que está ocurriendo entre la nación dominicana y la nación vecina: Haití.

Digo vecina, no hermana, porque la hermandad hay que demostrarla con los hechos. Hay hermanos de sangre que son menos hermanos que los amigos, mientras que hay amigos que se comportan como verdaderos hermanos, y hermanos que actúan como verdaderos enemigos. En el caso de las naciones, la hermandad debe probarse.

La hermandad entre las naciones se pone a prueba cuando el vecino hace causa común con uno, cuando quiere que ambos prosperen. Pero no cuando el vecino quiere perjudicarle. Y ese es el caso. El vecino quiere perjudicarnos, y nosotros, por ese humanismo mal entendido, habíamos estado permitiendo que todos entren.

“Somos humanos, somos cristianos… no importa, denle trabajo a ese pobre infeliz.” Y de hecho, son pobres infelices, no lo niego. Pero está bien, mientras usted entra de manera pacífica porque está sobreviviendo, eso se puede comprender. Ahora bien, de ahí a pretender que esa entrada —ilegal, irregular— le genere derechos para usted y para sus hijos, eso ya es otra cosa.

Porque, ¿qué está pasando actualmente en la República Dominicana? Que el 33 % de los nacimientos que se están produciendo en este país son de madres haitianas; es decir, de niños haitianos.

Y cuando uno de esos niños haitianos puede hablar y se le pregunta: “Oye, si se arma una guerra entre Haití y República Dominicana, ¿a quién tú defiendes?”, responde: “A Haití”. Entonces, mal puede una nación como la nuestra darse ese lujo. Una nación con una frontera de 400 kilómetros abiertos, por donde entra quien quiera entrar, no puede permitirse una situación como esta.

Ese 33 % de nacimientos —que ni siquiera en Estados Unidos se da esa proporción con respecto a los migrantes— es de madres haitianas ilegales, en situación irregular.

Hagan los cálculos: son aproximadamente 50,000 nacimientos por año. Proyéctenlo a diez años y verán cuántos son. ¿Puede un país con una economía precaria sostener eso? Estamos, entonces, hablando de derechos humanos, sí, pero también de soberanía nacional.

Yo entiendo que esas personas están sobreviviendo, que están en una situación muy difícil, y quien está sobreviviendo busca dónde hay mejores oportunidades. Eso lo comprendo. Ahora bien, tú también debes entenderme a mí. Mientras no te encuentren, mientras las autoridades no te descubran, vive. Pero cuando las autoridades lleguen a tu puerta, no me digas que tienes derechos adquiridos por haber estado aquí 20, 30 o 40 años, ni que tus hijos son dominicanos por haber nacido en este territorio. Porque la atribución de la nacionalidad es una prerrogativa soberana.

Es un derecho soberano de cada Estado. Y el Estado dominicano ha establecido que el ius sanguinis —el derecho de la sangre— es la base de la nacionalidad. Se adquiere por ser hijo de un dominicano o una dominicana. No por otra razón.

¿Quiénes son los que establecen en sus constituciones el Ius soli, el derecho del suelo? Aquellos países que necesitan población migrante: personas pobres que trabajen en su agricultura, que limpien sus espacios públicos, que acepten empleos que sus propios ciudadanos —por el nivel de desarrollo alcanzado— ya no desean realizar.

En esos países se hace una política de atracción y se les dice a los inmigrantes: “Vengan, que necesitamos mano de obra”, y como incentivo se establece que sus hijos, si nacen allí, serán reconocidos como ciudadanos.

Pero la República Dominicana no necesita pobres. Ya nosotros tenemos pobres. De hecho, a nosotros mismos nos ha costado muchísimo trabajo elevar un poco nuestro nivel de vida. Todavía en los años 90 celebrábamos cuando podíamos comprar un zapato nuevo o una camisa nueva. Y aunque hoy no lo celebremos igual, eso no significa que hayamos superado completamente esa etapa. Bueno, eso ha sido posible porque hemos luchado por ello.

¿Podemos nosotros, con la precariedad que tenemos, con un desarrollo limitado y con cientos de miles de dominicanos en situación de pobreza, permitir la llegada masiva de una población extranjera aún más pobre? ¿Quién no ha ido alguna vez a Estados Unidos a buscar visa? Tengo un amigo a quien lo rechazaron veinte veces. Cuando estaba “jodido” —como decimos— lo rechazaban; luego, cuando logró mejorar, le dieron diez años de visa. Después, aunque no viajaba, lo llamaban a su casa: “Venga, visítenos”.

Todo lo que he dicho lo digo con sinceridad. Pero lo que voy a decir ahora también es verdad. Cuando llego a casa y prendo la televisión para ver los videos de lo ocurrido en el día, realmente me duele. Es un asunto tan grave que hay que ser inhumano para no sentir pena por lo que está pasando actualmente en la República Dominicana. Las autoridades han estacionado vehículos de Migración en las maternidades y hospitales públicos, con oficiales migratorios que, cuando llega un ciudadano extranjero, le piden documentos. Si no los tiene, se le brinda atención básica, se le estabiliza y luego se pone a disposición de Migración para ser repatriado.

Son imágenes profundamente dolorosas. Me pongo en el lugar de esa persona que busca un servicio de salud, que quizás no tiene cómo pagar una clínica privada, que necesita asistencia médica. Ver a cientos de haitianos encerrados en una jaula, con la mirada perdida, derrotada, reducidos a la nada; ese joven con ansias de libertad mirando desde detrás de una reja en un camión de Migración, realmente me parte el alma. Me da tanta pena que a veces me cuestiono mis propias ideas.

Pero luego pienso: ¿cuál sería la solución? Hablo con seriedad. Lo cuento así para que se comprenda que no hablo desde el odio ni desde la ignorancia, sino como un ser humano, como hijo de mi madre, con sensibilidad y sentido de justicia. Y, aun con el dolor que siento, me pregunto: si no detenemos este problema ahora, ¿cuál será la situación dentro de 15 o 20 años?

Si seguimos permitiendo que nazcan cada año entre 50,000 y 52,000 niños de madres en condición migratoria ilegal, si se sigue presionando el sistema educativo —donde más de 150,000 niños dominicanos se han quedado sin cupo, a pesar de la lucha por el 4 % para la educación—, ¿podremos sostener eso? Nuestras aulas ya están llenas de cientos de miles de niños haitianos.

Y hoy, incluso a nivel universitario, hay personas con alto grado de formación que lo dicen como si fuera un chiste. “¡Ay! En el pequeño Haití casi no se habla español”, y otro añade, con alegría: “En la escuela donde trabajo solo se habla español en el aula; en el patio todo el mundo habla creole”. ¿Y eso es motivo de celebración? No. Eso es motivo de preocupación.

Estamos obligados a respaldar las medidas que buscan repatriar a su país a toda persona en condición migratoria irregular, especialmente a quienes están presionando nuestro sistema de salud y de educación. Hay que actuar ahora, porque si no lo hacemos, las consecuencias serán mucho peores.

Y como dicen en la Biblia, podríamos tener que pagar con sangre. Porque los haitianos no se van a dejar morir. Ellos están claros: no tienen nada que perder. Si los dejamos crecer aquí, si no les exigimos a sus autoridades que les resuelvan sus problemas en su país, y permitimos que esos problemas se nos trasladen a nosotros, entonces, en 20 o 30 años, nos veremos obligados a enfrentarlos violentamente.

Y déjenme decirles algo: ustedes no pueden enfrentarse cuerpo a cuerpo con los haitianos. Ustedes están gordos, fuera de forma. Se los digo con franqueza. Ni Flete puede. Y ellos están claros. A la hora de la verdad, los haitianos se unifican contra los dominicanos.

Recuerden el caso del canal: muchísimos haitianos viajaron desde distintos lugares, incluso desde fuera del país, para apoyar a Haití. El tema dominicano los unifica. Mientras tanto, nosotros nos dividimos entre el humanismo malentendido y la traición a la patria. Yo no digo que se les maltrate. Con esto voy cerrando.

El tema es soberanía nacional y derechos humanos. Lo que debemos exigir al Estado es que, si va a deportar a un ciudadano haitiano —sea una mujer embarazada, una persona enferma o simplemente alguien que se encuentre en condición irregular—, lo haga respetando su integridad. Que no lo golpeen, que no lo trasladen en esas guaguas donde el calor debe ser insoportable, sin asientos, sin condiciones mínimas, hasta llegar a la frontera.

Porque los derechos humanos exigen, ante todo, el respeto a la integridad física de cada ser humano, sin importar su nacionalidad, su estatus migratorio, su religión, su orientación sexual o cualquier otra condición.

Finalmente, como decía el profesor Avelino: de un acto ilegal no se derivan derechos. Si usted se mete en mi casa del campo, que tengo cerrada porque estoy en la ciudad, y se instala porque la encontró sola, no por eso le pertenece. Mejor aún: supongamos que tengo mi vehículo parqueado, y Jairol pasa, rompe el seguro, se lo lleva y le pone cuatro gomas nuevas, le cambia el aire, le pone cristales tintados y luces de neón. Gasta 150,000 pesos. Pero tres meses después, lo atrapa la policía. Me llaman: “Eulogio, aquí está su carro”. Pero Jairol dice que hay que devolverle los 150,000 pesos que invirtió. ¿Acaso debo yo pagarle por lo que hizo con un vehículo robado? No. Porque de la comisión de un acto ilegal no se derivan derechos.

Pues lo mismo sucede aquí. El que entró por la frontera sin documentos, sin autorización, no puede pretender que, aunque tenga 40 años aquí, ese acto le confiera derechos, ni para él ni para sus hijos. Los únicos dominicanos son los hijos de dominicanos o dominicanas.

Si los haitianos quieren ser dominicanos, que se casen con mujeres dominicanas o, en el caso de las mujeres haitianas, con hombres dominicanos. Pero no. Ellos quieren seguir siendo haitianos. ¿Cuál es el problema con eso? ¿Cuál es el recelo?

El recelo surge cuando una población extranjera quiere preservar su idioma, su religión, sus costumbres, su psicología. No se mezclan. Y eso, señores, es una bomba de tiempo. Es cuestión de tiempo para que exijan lo que se llama el derecho de minoría nacional.

Y cuando eso ocurre, el Estado debe destinar parte del presupuesto para garantizar que esa minoría se eduque en su idioma, enseñe su religión, tenga sus representantes, sus diputados, sus senadores, y una estructura institucional que defienda sus derechos como grupo nacional minoritario.

El concepto de “minoría nacional” y la estrategia asociada a él son muy peligrosos. Hay amigos de Flete a quienes los sacaron de su territorio. Estuvieron 1,800 años fuera de su tierra. Me refiero a los judíos. Fueron expulsados por los romanos y dispersados por todo el mundo. Pero, como era una nación que ya se había constituido como nación étnica, biológica, cultural e histórica —antes incluso de tener un territorio político propio—, lograron mantenerse unidos. Los judíos se construyeron como nación sin necesidad de un Estado territorial. Y aunque duraron mil ochocientos años fuera de su tierra, finalmente lograron volver, gracias a una estrategia muy bien pensada, una maña, si se quiere, que comenzó a finales del siglo XIX, alrededor de 1883, con la creación de fundaciones judías para el retorno.

Esas fundaciones sionistas, dirigidas por judíos poderosos con dinero e influencia en el mundo, comenzaron a impulsar la idea de regresar al antiguo territorio de Israel, a la tierra prometida. Tierra prometida que, para entonces, ya estaba habitada y trabajada por otro grupo. Era una tierra donde “emanaba leche y miel”, no por milagro, sino porque durante generaciones otros habían trabajado esa tierra para hacerla fértil.

Los judíos se la quitaron a ese grupo. La tierra prometida para ellos era ya una tierra habitada y cultivada. ¿Cómo lo hicieron? Y aquí quiero que lo anoten: ¿cómo volvieron los judíos a esa tierra que consideraban santa?

Sencillamente, esas organizaciones sionistas comenzaron a convocar a jóvenes judíos de todo el mundo para que regresaran a Israel y trabajaran como colonos, como agricultores. Pero con una instrucción clara: cuando apareciera un árabe llamado, digamos, William, que vendiera tareas de tierra, ese colono —que había llegado con una mano adelante y otra atrás— debía comprar. ¿Y con qué dinero? Con el que enviaban las organizaciones.

¿Y qué hacían luego con esas tierras? Las poblaban con más judíos dispuestos a trabajar, pero también con la intención de ir ocupando gradualmente el territorio. Así, con esa estrategia, cuando se hizo un censo —según una fuente citada por Juan Bosch—, para el año 1935 los judíos habían comprado legalmente el 70 % de las tierras con títulos, y ya representaban el 55 % de la población. En pocas palabras, habían sustituido a la población local palestina con población judía.

¿Y qué sucedió después? Que comenzaron a presionar para que se les reconociera como Estado. Y en 1948 se proclamó el Estado de Israel.

Abran los ojos. Si no lo hacemos ahora, algo semejante podría pasarnos a nosotros. Tal vez no por la capacidad organizativa de los propios haitianos —que nunca han logrado ponerse de acuerdo ni siquiera para desarrollar su propio país—, sino por la inteligencia de otros, que sí tienen experiencia en estas estrategias y que podrían muy bien utilizarnos a nosotros de pende… Ya ustedes saben a qué me refiero. No lo voy a decir.

Pues muchas gracias.