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La posible historia de los estudios femeninos forma también parte del movimiento; no se trata de un metalenguaje y actúa ni como una tendencia conservadora ni subversiva. No existe una interpretación neutra de la historia de los estudios de la mujer. La historia intervendrá aquí de manera configuradora.

JACQUES DERRIDA, 1984

La historia de las mujeres ha surgido como un terreno definible, principalmente en las dos últimas décadas. A pesar de las enormes diferencias en los recursos invertidos en ella, en su representación institucional y su posición en el currículo, así como en el rango otorgado por universidades y asociaciones disciplinarias, parece indiscutible que la historia de las mujeres es una práctica asentada en muchas partes del mundo. Mientras que EE.UU. podría ser un caso singular por el grado en que la historia de las mujeres ha alcanzado una presencia visible e influyente en el ámbito académico, también hay evidencia de su desarrollo en otros lugares, reflejada en artículos y libros, en la identificación con esta línea de investigación por parte de historiadoras que pueden encontrarse en conferencias internacionales y en la red informal que transmite las noticias del mundo.

«Quisiera agradecer a Clifford Geertz por haber sido el primero en plantear algunas de las cuestiones que me llevaron a formular el presente artículo y por sus clarificadores comentarios a una primera versión del mismo. Donald Scott me ayudó a articular muchos puntos fundamentales y Elizabeth Weed me propuso inestimables sugerencias críticas. Agradezco asimismo los comentarios y consejos de Judith Butler, Laura Engelstein, Susan Harding, Ruth Leys y Mary Louise Roberts. Las críticas de Hilda Romer, Tania Ürum y Karin Widerberg me plantearon retos difíciles que han mejorado y robustecido la argumentación. Les estoy muy agradecida por ello».

1 «Women in the Archive: A Seminar with Jacques Derrida», transcripción del Pembroke Center for Teaching and Research Seminar with Derrida, en Subjects/Objects (primavera 1984), pág. 17.

Según se dice, las feministas del mundo académico respondieron a la demanda de «historia femenina» dirigiendo sus conocimientos especializados hacia un programa de actividades más político; en los primeros tiempos hubo un nexo directo entre política y actividad académica. Posteriormente, en algún momento a mediados de los últimos años de la década de los setenta, continúa dicha explicación, la historia de las mujeres se alejó de la política. Amplió su campo de interrogantes documentando todos los aspectos de la vida de las mujeres en el pasado y adquirió así un impulso propio. La acumulación de monografías y artículos, la formación de debates internacionales y constantes diálogos interpretativos y la aparición de autoridades académicas reconocidas fueron los hitos familiares de un nuevo campo de estudio, legitimado, al parecer, en parte por su mismo distanciamiento de la lucha política. Finalmente (continúa la crónica), la vuelta al género femenino en la década de 1980 supuso una ruptura definitiva con la política, dando así a este campo la posibilidad de centrarse en sí mismo, pues el género es aparentemente un término neutro, desprovisto de propósitos ideológicos inmediatos. La creación de la historia de las mujeres como materia académica implica, según esta explicación, una evolución desde el feminismo a las mujeres, al género; es decir, de la política a la historia especializada, al análisis.

Indudablemente, esta exposición tiene variantes importantes, dependiendo de quién sea el narrador. En algunas versiones, la evolución de la historia de las mujeres se considera favorable, como si se hubiera rescatado la historia de una política de intereses estrechos, centrada con demasiada exclusividad en las mujeres, o de ciertos supuestos filosóficos ingenuos. En otras, la interpretación es desfavorable y la «retirada» al ámbito académico (por no hablar del género y de la teoría) se ve como signo de despolitización. «¿Qué le ocurre al feminismo cuando muere el movimiento de las mujeres?», se preguntaba recientemente Elaine Showalter. «Que se transforma en estudio de las mujeres: ni más ni menos que otra disciplina académica». 2 Sin embargo, a pesar de las diferentes valoraciones, la crónica en sí es compartida por muchas feministas y críticos suyos, como si ésa fuera, sin discusión, la manera en que sucedieron las cosas.

Me gustaría aducir que la exposición requiere cierta reflexión crítica, pues no sólo es demasiado simple sino que, además, es una equivocada presentación de la historia de la historia de las mujeres y de sus relaciones tanto con la política como con la disciplina de la historia. La historia de este campo exige una exposición que no sea simplemente lineal sino más compleja, que tenga en cuenta la posición cambiante de la historia de las mujeres pero también del movimiento feminista y, así mismo, de la disciplina de la historia. Aunque la historia de las mujeres está asociada, sin duda, a la aparición del feminismo, éste no ha desaparecido ni del mundo académico ni de la sociedad en general, aunque hayan cambiado las circunstancias de su organización y existencia. Muchas de quienes emplean el término «género» se califican, de hecho, a sí mismas de historiadoras feministas. No se trata sólo de una lealtad política, sino de una perspectiva teórica que les lleva a ver el género como una mejor manera de conceptualizar la política. Muchas de quienes escriben historia de las mujeres se consideran implicadas en un esfuerzo, en gran medida político, dirigido a desafiar a las autoridades imperantes en la profesión y en la universidad y a cambiar la manera de escribir la historia. Y gran parte de la actual historia de las mujeres, aunque opere con conceptos de género, se dirige hacia las preocupaciones contemporáneas de la política feminista (entre ellas, en los EE.UU. de hoy en día, la seguridad social, el cuidado de los niños y el derecho al aborto). En efecto, hay tantos motivos para mantener que la evolución de la historia de las mujeres sigue vinculada a cuestiones políticas como para argumentar lo contrario.

2 Citado en Karen Winkler, «Women’s Studies After Two Decades: Debates over Politics, New Directions for Research», The Chronicle of Higher Education, septiembre 28 de 1988, pág. A6.

No significaba neutralidad, sino complicidad con la discriminación. En el seno de las organizaciones, ciertas nociones como la de «relevancia académica» y «calidad intelectual» fueron atacadas, al igual que muchas tapaderas del trato discriminatorio, que deberían ser sustituidas por medidas cuantitativas de acción eficaz. Las pautas profesionales de imparcialidad y ecuanimidad fueron echadas por tierra por intereses particularistas, o al menos así se lo pareció a quienes mantenían la opinión normativa.

Sin embargo, otra manera de contemplar el asunto consiste en tratar el reto de las mujeres como una cuestión de redefinición profesional, pues la presencia de mujeres organizadas ponía en tela de juicio la idea de que la profesión de historiador constituía un cuerpo unitario. Al insistir en la existencia de una identidad colectiva de las mujeres historiadoras contrapuesta a la de los hombres (sugiriendo al mismo tiempo que la raza dividía a los historiadores blancos de los negros), las feministas se preguntaban si era posible el reconocimiento imparcial del magisterio, dando por sobreentendido que se trataba de un simple gesto hegemónico de un punto de vista interesado. No rechazaban los criterios profesionales y, de hecho, continuaban defendiendo la necesidad de educación y juicios de calidad (estableciendo, entre otras cosas, concursos para premiar obras destacadas sobre historia de las mujeres). Aunque sin duda se pueden citar pruebas de tendenciosidad entre las historiadoras de la mujer, esto no caracterizó al conjunto de ellas. Esta actitud no era (ni es) exclusiva de las feministas. Incluso las tendenciosas no abogaban por un falseamiento deliberado de los hechos o la supresión de información en favor de la «causa».

La mayoría de las historiadoras de las mujeres no rechazaban los esfuerzos por lograr maestría y conocimientos, razón última de cualquier profesión. De hecho, aceptaban las leyes del mundo académico y procuraban ser reconocidas como intelectuales.

Esta cuestión se ha planteado de muy distintas maneras, últimamente en relación con el caso Sears. En el curso de un juicio contra la cadena comercial Sears Roebuck and Company por discriminación por razones de sexo, dos historiadoras de la mujer, Rosalind Rosenberg y Alice Kessler-Harris, testificaron por cada una de las partes contrarias. El caso fue motivo de una tremenda controversia entre historiadores sobre las implicaciones políticas de la historia de las mujeres y los compromisos políticos de las historiadoras feministas. Se lanzaron acusaciones de mala fe por ambas partes, pero los cargos más recientes (y los más rencorosos, con mucho), presentados por Sanford Levinson y Thomas Haskell en defensa de Rosenberg, insisten en que Kessler-Harris distorsionó deliberadamente la historia en interés de la política, mientras que Rosenberg defendió valientemente la «verdad». La oposición entre «política» y «verdad», «ideología» e «historia» estructura su ensayo (y le otorga su tono aparentemente objetivo y desapasionado), al tiempo que les permite encubrir todas las dificultades epistemológicas suscitadas por el caso.

Recurrieron a las reglas del lenguaje, la exactitud, las pruebas y la investigación que hacen posible la comunicación entre historiadores y, en este proceso, buscaron y consiguieron un alto nivel como profesionales en el terreno de la historia. No obstante, al mismo tiempo, desafiaron y trastocaron esas reglas criticando la constitución de la disciplina y las condiciones de su producción de conocimiento. Su presencia puso en tela de juicio la naturaleza y los efectos de un cuerpo uniforme e inviolable de pautas profesionales y de una figura única (blanco y varón) como representación del historiador.

En efecto, las historiadoras feministas insistían en la inexistencia de oposición entre «profesionalismo» y «política», proponiendo un conjunto de cuestiones profundamente inquietantes respecto a las jerarquías, fundamentos y supuestos que dominaban la tarea del historiador: ¿Quién es dueño de las pautas y definiciones de «profesionalidad» imperantes? ¿Entre quiénes se ha dado el acuerdo que estas representan? ¿Cómo se llegó a tal acuerdo? ¿Qué otros puntos de vista quedaron excluidos o eliminados? ¿A quién pertenece la perspectiva que determina qué se considera una buena historia o, llegado el caso, simplemente historia?

«Historia» frente a «ideología»

La aparición de la historia de las mujeres como campo de estudio acompañó a las campañas feministas en favor de la mejora de su condición profesional y supuso la ampliación de los límites de la historia. Pero no fue una operación lisa y llana, no se trató simplemente de añadir algo anteriormente olvidado. El proyecto de la historia de las mujeres comporta, en cambio, una ambigüedad perturbadora, pues es al mismo tiempo un complemento inofensivo de la historia instituida y una sustitución radical de la misma.

Este doble filo se advierte en muchas de las declaraciones realizadas por quienes abogaban por el nuevo campo a comienzos de la década de 1970, pero nadie lo expresó mejor que Virginia Woolf en 1929. En Una habitación propia, Virginia Woolf trató la cuestión de la historia de las mujeres, como lo estaban haciendo muchas de sus contemporáneas en el período siguiente a la emancipación femenina en Inglaterra y Estados Unidos. La autora reflexiona sobre las deficiencias de la historia existente, una historia que, según ella, requiere ser escrita de nuevo, pues «a menudo parece algo sesgada en su actual estado, un tanto irreal y desequilibrada», es decir, deficiente, insuficiente, incompleta.

Apartándose, en apariencia, de la idea de escribir de nuevo la historia, propone lo que parece una solución distinta: «¿Por qué no añadir un suplemento a la historia, bautizándola, por supuesto, con un nombre poco llamativo, de modo que las mujeres puedan figurar en ella decorosamente?». Al solicitar Virginia Woolf un suplemento, parece ofrecer una solución de compromiso, pero no es cierto. El delicado sarcasmo de sus comentarios sobre un «nombre poco llamativo» y la necesidad de decoro sugiere un proyecto complicado (lo califica de «ambicioso más allá de mis fuerzas») que, en el momento en que intenta delimitar sus dificultades, evoca sugerencias contradictorias. Las mujeres son añadidas a la historia y, además, dan pie a que sea escrita de nuevo; proporcionan algo adicional y son necesarias para que llegue a su plenitud, son superfluas e indispensables.

El empleo de Virginia Woolf del término suplemento trae a la memoria el análisis de Jacques Derrida, que me ayudará a analizar la relación entre la historia de las mujeres y la historia. En su proyecto de deconstrucción de la metafísica occidental, Derrida ha indicado ciertos «hitos» que repugnan y desorganizan las oposiciones binarias «sin llegar a constituir un tercer término» o resolución dialéctica. Son destructivos por su falta de resolutividad: implican simultáneamente sentidos contradictorios no susceptibles de ser siquiera clasificados por separado. El suplemento es uno de esos elementos «irresolutivos». En español y en inglés significa tanto una adición como una sustitución. Es algo añadido, adicional, superfluo, por encima y más allá de lo que ya está plenamente presente; pero también es un sustitutivo de lo ausente, de lo olvidado, de lo que falta, por lo cual resulta necesario para llegar a una consumación o integridad.

 

Inserta puntos de comparación no expresos en el seno de categorías que ciegan su perspectiva e implican erróneamente una conformidad natural con el mundo» (21). «Universal» implica comparación con lo específico o lo particular; varón blanco, con otros que no son blancos o varones; hombre, con mujer. Pero estas comparaciones se expresan y entienden así siempre como categorías naturales, entidades aparte y no como términos relacionales. Por tanto, reivindicar la importancia de las mujeres en la historia equivale necesariamente a manifestarse contra las definiciones de la historia y sus agentes establecidas ya como «verdaderas» o, al menos, como reflexiones precisas de lo que sucedió (o de lo que fue importante) en el pasado. Y equivale también a luchar contra normas fijadas por comparaciones nunca manifiestas, por puntos de vista que jamás se han expresado como tales (22).

La historia de las mujeres, que implica realmente una modificación de la historia, indaga la forma en que se ha establecido el significado de este término general. Critica la prioridad relativa concedida a la historia masculina («his-story») frente a la historia femenina («her-story»), exponiendo la jerarquía implícita en muchos relatos históricos. Y, lo que es aún más fundamental, pone en duda tanto la suficiencia de cualquier pretensión de la historia de contar la totalidad de lo sucedido como la integridad y obviedad del sujeto de la historia: el Hombre universal. Aunque no todas las historiadoras de las mujeres planteen directamente estas cuestiones, están implícitas en su obra: ¿Cuáles son los procesos que han llevado a considerar las acciones de los hombres como norma representativa de la historia humana en general y a que las acciones de las mujeres se hayan pasado por alto, se hayan dado por supuestas o se las haya relegado a un terreno menos importante y particularizado? ¿Qué comparaciones no expresas están implícitas en términos como «historia» o «historiador»? ¿De quién son los puntos de vista que sitúan a los hombres como principales agentes históricos? ¿Qué efecto tiene en las prácticas establecidas de la historia considerar los acontecimientos y acciones desde otras posiciones, por ejemplo, las de las mujeres? ¿Cuál es la relación del historiador/a con los temas sobre los que escribe?

Michel de Certeau plantea el problema de la siguiente manera:

(21) Ibid, pág. 13.
(22) Sobre la cuestión de las representaciones de la historia, ver Gayatri Chakravorty Spivak, «Can the Subaltern Speak?» en Cary Nelson y Lawrence Grossberg, Marxism and the Interpretation of Culture (Urbana, 1988), págs. 271-313.

Como es natural, el hecho de que la particularidad del lugar donde se produce el discurso sea pertinente se advertirá mejor allí donde el discurso historiográfico trata asuntos que cuestionan al sujeto-productor de la historia: la historia de las mujeres, de los negros, de los judíos, de las minorías culturales, etc. En estos terrenos, se puede mantener, por supuesto, que la condición personal del autor es una cuestión indiferente (en relación con el objetivo de su obra) o bien que el historiador o la historiadora confiere autoridad o invalidez al discurso (según que él o ella estén o no implicados). Pero este debate tiene como requisito algo que ha quedado oculto por cierta epistemología: el impacto de las relaciones de sujeto a sujeto (mujeres y hombres, negros y blancos, etc.) sobre el uso de técnicas aparentemente «neutras» y sobre la organización de discursos que son, quizá, igualmente científicos.

Por ejemplo, del hecho de la diferenciación de sexos, ¿habría que concluir que una mujer produce una historiografía diferente de la de un hombre? Naturalmente, no responderé a esta pregunta, pero afirmo que el interrogante cuestiona la posición del sujeto y requiere ser tratada de manera distinta a como lo ha hecho la epistemología que ha construido la «verdad» de la obra sobre los cimientos de la no pertinencia de quién sea el hablante (23).

Lo importante de las palabras de De Certeau no es que solo las mujeres pueden escribir historia de las mujeres, sino que esta historia abre de golpe todas las cuestiones sobre la competencia en la materia y la objetividad en que se basa la construcción de las normas disciplinarias. La demanda, aparentemente modesta, de suplementar la historia con información sobre las mujeres sugiere no solo que la historia es incompleta en su estado actual, sino también que el dominio del pasado por los historiadores es necesariamente parcial. Y, lo que es aún más inquietante, deja abierta al examen crítico la naturaleza misma de la historia en cuanto epistemología centrada en un sujeto (24).

La discusión de estas inquietantes cuestiones filosóficas se ha desplazado, en su mayor parte, a otro terreno. Los historiadores llamados «tradicionales» han defendido su poder como guardianes de la disciplina (e, implícitamente, su dominio de la historia) invocando una oposición entre «historia» (conocimiento obtenido mediante una investigación neutral) e «ideología» (conocimiento falseado por consideraciones interesadas). Según su descripción, la «ideología» corrompe por su propia naturaleza y, por tanto, descalifica la labor intelectual. La etiqueta de «ideológico» asocia a las opiniones divergentes con cierta noción de inaceptabilidad y da a las ideas dominantes el rango de ley inatacable o «verdad» (25).

Norman Hampson nunca admitiría que su despectiva caracterización como «historia uterina» de un libro sobre las mujeres francesas del siglo XIX implicara en su caso una oposición a historia fálica; para él, el polo opuesto era la historia «auténtica». Y el ataque gratuito de Richard Cobb a Simone de Beauvoir en una reseña del mismo libro implicaba que las feministas no podían ser buenas historiadoras.

Los diez mandamientos de Lawrence Stone para la historia de las mujeres aceptaban mucho mejor este campo en conjunto, pero insistían en los peligros de «falsear las pruebas» o «apoyar una ideología feminista moderna», como si el significado de prueba fuera unívoco y, por otra parte, no planteara problemas sobre la posición, punto de vista e interpretaciones de los historiadores. Con un rechazo similar de estas cuestiones, Robert Finlay ha acusado a Natalie Davis de pasar por alto la «soberanía de las fuentes» y transgredir «el tribunal de los documentos» con el propósito de fomentar una lectura feminista de la historia de Martin Guerre (26).

Casi no hace falta decir que los intentos de las feministas por exponer el «sesgo masculino» o la «ideología masculinista» inherentes a la historiografía han topado a menudo con la ridiculización o el rechazo por considerarlos expresión de una «ideología» (27).

Las desiguales relaciones de poder dentro de la disciplina hacen peligrosas las acusaciones de «ideología» para quienes buscan una categoría profesional y una legitimidad disciplinaria. Este hecho (y las reglas de la formación disciplinar) disuadieron inicialmente a muchas historiadoras de las mujeres de encarar las implicaciones epistemológicas.

 

Las historiadoras evitaron las críticas más radicales de su obra; en vez de ello, insistieron en el papel de la mujer como materia histórica adicional, olvidando su desafío a los supuestos metodológicos de la disciplina. (En ese momento procuramos aparecer como ciudadanas observantes de la ley y no como agentes subversivas). Así, por ejemplo, al defender la instauración de cursos nuevos sobre la mujer ante un comité de currículo universitario en 1975, mantuve que la historia de las mujeres era un terreno reciente de investigación en cuanto área de estudio o de relaciones internacionales (211).

En cierto modo, se trataba de un recurso táctico (una estratagema política) que intentaba separar, en unas circunstancias específicas, los estudios sobre las mujeres de una asociación demasiado estrecha con el movimiento feminista, y en parte nacía de la creencia en que la acumulación de suficiente información sobre las mujeres en el pasado lograría, de manera inevitable, su integración en la historia normativa. Este último motivo se vio estimulado por la aparición de la historia social, centrada en las identidades colectivas de una amplia gama de grupos sociales.

La existencia del campo relativamente nuevo de la historia social proporcionaba un vehículo importante a la historia de las mujeres; la asociación de un nuevo tema de estudio a un conjunto de enfoques distintos corroboraba la afirmación de la importancia o, al menos, la legitimidad del estudio de las mujeres. Aunque apelaba a ciertos prejuicios disciplinarios sobre el análisis científico desinteresado, pluralizaba, no obstante, los objetos de la investigación histórica, otorgando a grupos como los campesinos, los trabajadores, los maestros y los esclavos el rango de sujetos históricos.

En este contexto, las historiadoras de las mujeres pudieron referirse a la realidad de la experiencia vivida por estas y dar por supuesto su interés e importancia inherentes. Situaron a las mujeres en las organizaciones políticas y los puestos de trabajo y propusieron nuevos terrenos de acción e instituciones —familias y hogares— como temas dignos de estudio. Una parte de la historia de las mujeres intentó demostrar la similitud de la actividad de mujeres y hombres; otra subrayó la diferencia femenina. Ambos planteamientos tomaron a las «mujeres» como una categoría social fija, una entidad aparte, un fenómeno conocido: se trataba de personas biológicamente femeninas que ocupaban o abandonaban distintas situaciones y funciones y cuya experiencia cambiaba, aunque no cambiase su ser esencial —en cuanto mujeres— (29).

Así, las historiadoras sociales (yo entre ellas) documentaron los efectos de la industrialización en las mujeres, un grupo cuya común identidad dábamos por supuesta. En aquellos tiempos nos preguntábamos básicamente menos por la variabilidad histórica de la misma palabra «mujer» y más por cómo había cambiado, como, por ejemplo, en el curso de la industrialización, la designación de «mujeres trabajadoras» en cuanto categoría distinta de «trabajadores». Esto supuso una nueva comprensión de lo que significaba ser mujer (30).

Otras se volvieron hacia la cultura de la mujer en cuanto producto tangible de la experiencia social e histórica de las mujeres y tendieron, igualmente, a suponer que la categoría «mujeres» era homogénea (31). En consecuencia, la categoría «mujeres» adquirió existencia como entidad social, al margen de su relación conceptual e históricamente situada con la categoría «hombres» (32).

La historia de las mujeres dedicó menos tiempo a documentar la victimización de las mujeres y más a afirmar la distintividad de la «cultura femenina», creando así una tradición histórica a la que las feministas podrían recurrir al buscar ejemplos de la actividad de las mujeres y pruebas de su capacidad para hacer historia (33).

La documentación de la realidad histórica de las mujeres se hizo eco del discurso de identidad colectiva que posibilitó el movimiento de las mujeres en la década de 1970 y contribuyó a él. Ese discurso mostró una experiencia femenina compartida que, al tiempo que tenía en cuenta las diferencias sociales, subrayaba el denominador común de la sexualidad y las necesidades e intereses ligados a ella. La toma de conciencia supuso descubrir la «verdadera» identidad de las mujeres, desprenderse de anteojeras, conseguir autonomía, individualidad y, por tanto, emancipación.

El movimiento de las mujeres entrañaba la existencia de las mujeres como categoría social aparte y definible, cuyos miembros solo necesitaban ser movilizados (más que considerarlos como un conjunto dispar de personas biológicamente similares cuya identidad estaría en trance de ser creada por el movimiento). La historia de las mujeres confirmaba así la realidad de la categoría «mujeres», su existencia anterior al movimiento contemporáneo, sus necesidades, intereses y características intrínsecas, dándole una historia.

La aparición de la historia de las mujeres estaba, pues, imbricada con la de la categoría «mujeres» en cuanto identidad política y ello iba acompañado de un análisis que atribuía la opresión de las mujeres y su falta de visibilidad histórica a una desviación masculina. Al igual que las «mujeres», se consideró a los «hombres» un grupo de interés homogéneo cuya oposición a las demandas de igualdad se atribuía a un deseo premeditado de salvaguardar el poder y los recursos que su dominio les otorgaba.

La atención prestada a la diversidad, la clase, la raza y la cultura produjo variaciones sobre el tema del patriarcado, pero, no obstante, fijó la oposición hombre/mujer. Se prestó menos atención a los fundamentos conceptuales del «patriarcado», a la manera en que la diferencia sexual se introdujo en el conocimiento cultural, que a los efectos de sistemas de dominio masculino sobre las mujeres y a la oposición de las mujeres al mismo. El antagonismo entre hombres y mujeres fue un foco central de la política feminista de la época.

(33) Ver, por ejemplo, el simposio sobre «Cultura de la mujer y política» en Feminist Studies 6 (1980), págs. 26-64.

 

La historia de las mujeres en relación con la política y la historia tuvo varios efectos: hizo posible una movilización política influyente y extendida, al tiempo que afirmaba implícitamente la naturaleza esencial de la oposición binaria entre macho y hembra. La ambigüedad de la historia de las mujeres pareció quedar resuelta por su franca oposición entre dos grupos de interés constituidos separadamente y enfrentados.

Paradójicamente, aunque este tipo de conflicto era un anatema para quienes concebían las profesiones como comunidades unificadas, resultó aceptable como caracterización de la historia. (Ello ocurrió, al menos en parte, porque el campo mismo estaba en proceso de cambio; sus enfoques modificaban el rumbo y las ortodoxias imperantes eran criticadas y relegadas). De hecho, podría decirse que la historia de las mujeres logró cierta legitimidad como tarea histórica al afirmar la naturaleza diversa, la experiencia aparte de las mujeres o, lo que es lo mismo, cuando consolidó la identidad colectiva de las mujeres.

Esto tuvo el doble efecto de garantizar un lugar a la historia de las mujeres en la disciplina y afirmar su diferencia frente a la «historia». La historia de las mujeres fue tolerada (debido, al menos en parte, a que la presión de historiadoras feministas y estudiantes hacía que mereciera la pena tolerarla) por algunos pluralistas liberales deseosos de conceder credibilidad al interés histórico de muchos temas; pero siguió estando fuera de los intereses dominantes de la disciplina, y su reto subversivo quedó, al parecer, recluido en una esfera aparte.

«Política» frente a «teoría»

El ostensible bloqueo y segregación de la historia de las mujeres nunca fueron completos, pero en los últimos años de la década de 1970 comenzaron a verse socavados de forma evidente por un conjunto de tensiones, algunas de las cuales procedían de la disciplina misma y otras del movimiento político. Todas ellas concurrieron para amenazar la viabilidad de la categoría «mujeres» y presentaron la «diferencia» como un problema que había que analizar.

La atención fijada en la diferencia puso de manifiesto una parte de la ambigüedad que siempre había estado implícita en la historia de las mujeres al señalar el significado consustancialmente relacional de las categorías de género. Además, sacó a la palestra ciertas cuestiones sobre los lazos entre poder y conocimiento y demostró las conexiones entre teoría y política.

El objetivo de las historiadoras de las mujeres era integrar a estas en la historia, al tiempo que fijaban su identidad separada. El impulso para la integración provino de fondos del gobierno y fundaciones privadas en la década de 1970 y primeros años de la de 1980. (Estos organismos se interesaban no solo por la historia, sino también por la luz que los estudios históricos podrían arrojar sobre la política contemporánea en relación con las mujeres).

La integración daba por supuesto no solo el engarce de las mujeres en historias ya establecidas, sino la necesidad de su presencia para la corrección de la historia. Aquí entraban en acción las connotaciones contradictorias de la condición suplementaria de la historia de las mujeres.

La historia de las mujeres —con sus compilaciones de datos sobre mujeres del pasado, su insistencia en que las periodizaciones admitidas no funcionaban cuando se tomaba en consideración a las mujeres, sus pruebas de que las mujeres influyeron en los acontecimientos y tomaron parte en la vida pública, y su insistencia en que la vida privada poseía aspectos públicos y políticos— evocaba una insuficiencia fundamental: el sujeto de la historia no era una figura universal y los historiadores que escribían como si lo fuera no podían pretender estar contando toda la historia. El proyecto de integración hizo explícitas estas suposiciones.

La integración, acometida con gran entusiasmo y optimismo, resultó difícil de lograr. La situación parecía deberse más a la resistencia de los historiadores que a una simple tendenciosidad o prejuicio, aunque, indudablemente, esto formaba también parte del problema (34). Las mismas historiadoras de las mujeres encontraron más bien difícil introducir a las mujeres en la historia, y la tarea de escribirla de nuevo exigía un cambio de conceptos para el que en un principio no estaban preparadas o entrenadas. Se requería una manera de pensar la diferencia y el modo en que su construcción definía relaciones entre individuos y grupos sociales.

El término utilizado para teorizar la cuestión de la diferencia sexual fue el de «género». En EE. UU., la palabra se tomó prestada tanto de la gramática, con sus supuestos sobre convenciones o reglas de uso lingüístico (hechas por el hombre), como de los estudios sociológicos sobre los roles sociales asignados a mujeres y hombres.

Aunque los usos del término «género» en sociología pueden tener ecos funcionalistas o esencialistas, las feministas decidieron insistir en las connotaciones sociales del mismo por oposición a las connotaciones físicas de la palabra «sexo» (35). Subrayaron también el aspecto relacional de género: solo era posible concebir a las mujeres definiéndolas en relación con los hombres, y a los hombres diferenciándolos de las mujeres.

Además, dado que el género se definía como algo relacionado con contextos sociales y culturales, existía la posibilidad de repensar en función de diferentes sistemas de género y de las relaciones entre estos y otras categorías, como raza, clase o etnia, así como tener en cuenta los cambios.

La categoría de género, utilizada por primera vez para analizar las diferencias entre los sexos, se extendió a la cuestión de las diferencias en el seno de la diferencia. La política de identidad de la década de 1980 dio origen a múltiples alianzas que amenazaron el significado unitario de la categoría «mujeres». De hecho, es difícil emplear el término «mujeres» sin alguna modificación: mujeres de color, mujeres judías, mujeres lesbianas, mujeres trabajadoras pobres, madres solteras son solo algunas de las categorías expuestas.

Todas ellas constituían una amenaza para la hegemonía de la clase media blanca heterosexual en el término «mujer», al aducir que la diferencia fundamental de experiencia hacía imposible pretender una identidad única (36).

A la fragmentación de una noción universal de «mujer» se sumaban importantes diferencias políticas dentro del movimiento de las mujeres sobre cuestiones que abarcaban desde Palestina hasta la pornografía (37). Las diferencias cada vez más visibles y vehementes entre las mujeres ponían en cuestión la posibilidad de una política unificada y sugerían que los intereses de las mujeres no eran evidentes de por sí, sino un asunto controvertido y debatido.

En efecto, las demandas de reconocimiento de las experiencias e historias de diversos tipos de mujeres agotaban la lógica de la suplementariedad, ahora en relación con la categoría universal de mujer, con la suficiencia de cualquier historia general de las mujeres y con la capacidad de cualquier historiadora de las mujeres para cubrir la totalidad del terreno.

El problema de las diferencias en el seno de la diferencia dio pie a un debate acerca de cómo se debía articular el género en cuanto categoría de análisis y si había que hacerlo.

(38) Ver Judith Butler, Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity (Nueva York, 1989).

 

La primacía de un término y la subordinación de otro es un aspecto fundamental en la construcción de significados. Es importante tener en cuenta la interconexión de la relación asimétrica, pues sugiere que el cambio es algo más que una cuestión de ajuste de los recursos sociales para un grupo subordinado, más que una cuestión de justicia distributiva. Si la definición del Hombre se basa en la subordinación de la Mujer, cualquier cambio en la situación de la Mujer requiere (y produce) un cambio en nuestro entendimiento del Hombre (un pluralismo simplemente acumulativo no funcionaría).

La amenaza radical planteada por la historia de las mujeres consiste precisamente en este tipo de desafío a la historia establecida: las mujeres no pueden simplemente añadirse sin que se produzca un replanteamiento fundamental de los términos, pautas y supuestos de lo que en el pasado se consideraba historia objetiva, neutral y universal, porque tal noción de historia incluía en su misma definición la exclusión de las mujeres.

Quienes se apoyan en las doctrinas postestructuralistas sostienen que el poder puede entenderse en función de procesos discursivos que producen diferencias. ¿Cómo se produce, se legitima y se difunde la diferencia de conocimiento? ¿Cómo se construyen identidades y en función de qué? Las historiadoras feministas encuentran respuestas a estas cuestiones en casos particulares y definidos, pero no se limitan a presentar historias separadas.

El terreno común, político y académico, tiene más bien la propiedad de que en él las feministas exponen análisis diferenciales y organizan la resistencia a la exclusión, el dominio o la marginalidad derivados de los sistemas de diferenciación.

A diferencia del tratamiento de las ciencias sociales, que dan por supuesta la identidad y experiencia de las mujeres, el enfoque postestructuralista relativiza la identidad y la despoja de su base en una «experiencia» esencializada, dos elementos fundamentales en la mayoría de las definiciones corrientes de política para la activación de los movimientos políticos.

Al problematizar los conceptos de identidad y experiencia, las feministas que recurren a análisis postestructuralistas han ofrecido interpretaciones dinámicas del género que hacen hincapié en la controversia, la contradicción ideológica y las complejidades de las relaciones cambiantes de poder. Su obra insiste en la variabilidad histórica y en una especificidad contextual mayor para los significados mismos de género, y lo hace de muchas maneras y con más insistencia que los trabajos de quienes se apoyan en los conceptos de las ciencias sociales.

Sin embargo, los trabajos influenciados por el postestructuralismo acaban encontrándose con los mismos problemas planteados a quienes prefieren abordar esta materia desde los puntos de vista de las ciencias sociales. Si la categoría «mujer» y, por tanto, la identidad y experiencia de las mujeres, es inestable debido a su variabilidad histórica, como ha sostenido Denise Riley, ¿cuáles serán las razones para una movilización política? ¿Cómo escribir historia de las mujeres de forma coherente sin una noción fija y compartida de lo que ellas son?

Riley responde, correctamente en mi opinión, que es posible pensar y organizar una política con categorías inestables y que, en realidad, así se ha hecho, pero la manera exacta de hacerlo requiere ser discutida. Sin embargo, curiosamente, en vez de reconocer la semejanza de los dilemas que enfrentaron las historiadoras feministas en la década de 1980 —dilemas cuyo origen se halla en nuestra necesidad de pensar en política con nuevos planteamientos—, se ha desarrollado un debate polarizado sobre la utilidad del postestructuralismo para el feminismo, debate que se contempla como un conflicto entre «teoría» y «política».

Las feministas contrarias al postestructuralismo han generalizado su crítica como denuncia de la «teoría» y la han motejado de abstracta, elitista y masculinista. En cambio, han insistido en que su posición es concreta, práctica y feminista y, por tanto, políticamente correcta.

En esta oposición, todos los aspectos teóricos referentes al feminismo han sido rebautizados como «política», debido a que (según una exposición reciente) sus observaciones provienen «directamente de la reflexión sobre nosotras mismas, es decir, de la experiencia de las mujeres, de las contradicciones que sentimos entre los diferentes modos en que nos vemos representadas incluso ante nosotras mismas, de las desigualdades que durante mucho tiempo hemos experimentado en nuestra situación» (39).

Al considerar el problema en función de una oposición binaria irresoluble, esta formulación excluye la posibilidad de tener en cuenta las ventajas de diferentes planteamientos teóricos de la historia y la política feministas, así como la posibilidad de concebir teoría y política como elementos inextricablemente vinculados.

Creo que la oposición entre «teoría» y «política» es falsa e intenta silenciar los debates que debemos plantearnos sobre qué teoría es la más útil para el feminismo, haciendo que solo una teoría sea aceptable como «política». (En el lenguaje utilizado por quienes recurren a esa dicotomía, «política» significa en realidad buena teoría y «teoría» quiere decir mala política) (40).

La «buena» teoría considera a las «mujeres» y su «experiencia» hechos evidentes de por sí, origen de identidad y acción colectivas. En efecto, quienes recurren a esta oposición —en un proceso inverso a la reacción de la historia ante la historia de las mujeres— hacen de la «política» una posición normativa que sería, para algunas, la comprobación ética de la validez del feminismo y de la historia de las mujeres.

Las historiadoras de las mujeres que rechazan la «teoría» en nombre de la «política» están, curiosamente, aliadas con los historiadores tradicionales que consideran el postestructuralismo (y la historia de las mujeres) antitético con los principios de su disciplina (41).

En ambos casos, estos historiadores defienden el concepto de «experiencia» rehusando problematizarla; al oponer «teoría» y «política» excluyen la «experiencia» de una indagación crítica y la protegen como la base fundamental y no problematizada de la explicación política e histórica (42).

Sin embargo, el concepto de experiencia se ha hecho problemático para los historiadores y requiere ser discutido críticamente. El postestructuralismo ha cuestionado si la experiencia posee un rango fuera de la convención lingüística (o de la construcción cultural), pero, además, el trabajo de las historiadoras de la mujer ha pluralizado y complicado, por su parte, la manera en que los historiadores han apelado convencionalmente a la experiencia.

Por otra parte, y ello es de la máxima importancia para mi argumentación, el variado mundo del movimiento político feminista de la década de 1980 ha hecho imposible una definición única de la experiencia de las mujeres.

Como siempre ha ocurrido, las cuestiones planteadas para la teoría son cuestiones relacionadas con la política: ¿Existe alguna experiencia femenina que trascienda las fronteras de clase y raza? ¿Cómo afectan las diferencias raciales o étnicas a la «experiencia de las mujeres» y a las definiciones de las necesidades e intereses femeninos en torno a los cuales podemos organizarnos o sobre los que escribimos? ¿Cómo podemos determinar qué es esta «experiencia» o qué fue en el pasado?

Sin un pensamiento teórico sobre el pasado, los historiadores no pueden dar respuesta a estas preguntas; sin alguna manera de pensar teóricamente sobre la relación entre la historia de las mujeres y la historia, los efectos potencialmente críticos y desestabilizadores del feminismo se perderán con demasiada facilidad, y renunciaremos a la oportunidad de transformar radicalmente el conocimiento constitutivo de la historia y la política que practicamos.