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Desde una perspectiva lógica, el prejuicio es una afirmación o negación categórica sobre una realidad sin contar con suficiente conocimiento o sin haber realizado un análisis crítico adecuado. Sin embargo, desde el punto de vista social el prejuicio aunque tiene implícito el hecho de desconocer a profundidad el fenómeno objeto del prejuicio, también puede ser un mecanismo de defensa, además de que no surge, se mantiene y amplifica sin que exista una causa material de base que le de sustento. No es posible que alguien se siente a elaborar un prejuicio sobre algo o alguien y este se viralice hasta el punto de llegar a constituirse en un estereotipo, sin que exista una realidad material que lo sustente, sin que existan múltiples experiencias en distintos sujetos que confirmen el juicio sesgado.  

Por ejemplo, algo tiene que haber en la realidad que ha hecho posible que muchos piensen que el prejuicio “Todos los políticos son ladrones” constituya una realidad en la conciencia de nuestra sociedad. Si no existieran miles de casos que confirmaran esta expresión ya habría desaparecido. En consecuencia, cuando alguien escucha el discurso de un político y piensa que este no cumplirá sus promesas, no necesariamente actúa desde el prejuicio, sino desde una experiencia social colectiva. En este caso no se trata de un prejuicio irracional, sino un escepticismo fundado

El prejuicio desde una perspectiva rigurosamente filosófica

Para abordar el concepto de prejuicio desde una perspectiva rigurosamente filosófica, es imprescindible distinguir entre el enfoque emic (interno a una cosmovisión concreta) y el enfoque etic (externo, analítico y crítico). Esta dualidad metodológica no es mera taxonomía, sino un eje categorial para comprender cómo los fenómenos ideológicos se constituyen como realidades operatorias en contextos históricos determinados. Desde la posición emic, lo que un observador externo tilda de «prejuicio» opera, para el sujeto inmerso en su sistema de ideas, como un hecho objetivo arraigado en su estructura psicológica y social. La dialéctica entre ambas perspectivas revela que lo que desde la racionalidad crítica se desmonta como irracional, desde la inmanencia de una cultura concreta se erige como principio ontológico incuestionable.  

Tomemos un ejemplo histórico: durante la expansión islámica en la Península Ibérica (siglo VIII), tanto los musulmanes como los cristianos de Covadonga actuaban desde coordenadas emic irreductibles. Los primeros interpretaban a los cristianos como politeístas idolátricos —por su doctrina trinitaria—, mientras que los segundos veían en el islam una herejía demoníaca contraria al monoteísmo cristiano. Un análisis psicológico de ambos sujetos históricos mostraría que sus convicciones no eran meros «errores», sino construcciones categoriales fundamentadas en sus respectivos marcos gnoseológicos. Cada bando se autoperfilaba como custodio de la verdad absoluta, operando desde una lógica interna que excluía toda simetría con el rival. 

Ahora bien, las religiones terciarias —como el cristianismo y el islam— no pueden constituirse sin generar prejuicios estructurales. Su pretensión de ser depositarias de una verdad única implica necesariamente la negación dialéctica de otras doctrinas, incluidas las heterodoxias internas. Aquí radica la imposibilidad de proyectos sincréticos como el propuesto por Lessing en Nathan el Sabio. Su parábola de los tres anillos —donde un padre lega anillos idénticos a tres hijos, simbolizando la igualdad de validez de las religiones abrahámicas— es una solución idealista que ignora la materialidad de las prácticas rituales. Lessing supone que, al renunciar a los elementos particulares de cada fe (ritos, dogmas), las religiones podrían coexistir en armonía. Sin embargo, esta propuesta desconoce que la identidad de toda religión terciaria reside precisamente en sus prácticas específicas, las cuales son incompatibles con las de otras. Eliminar tales particularidades equivaldría a la disolución ontológica de cada sistema religioso, reduciéndolo a un mero esqueleto abstracto carente de operatividad histórica.  

En definitiva, el prejuicio no es un «error corregible» desde una supuesta racionalidad universal, sino un componente esencial de toda cosmovisión cerrada. Lo que desde la posición etic se denuncia como irracionalidad, desde la posición emic funciona como un mecanismo de autopreservación ideológica. La lección que aporta la filosofía aquí es clara: las contradicciones entre sistemas de ideas no son accidentes superables, sino condiciones necesarias de su existencia como realidades históricas concretas.  

Liborismo y prejuicios: análisis filosófico  

El movimiento mesiánico liborista, surgido en la República Dominicana entre principios de 1908 y mediados de 1963, articulado en torno a la figura de Olivorio Mateo, constituye un fenómeno histórico-social cuyo estudio exige un enfoque sistemático, alejado de reduccionismos parciales que impiden su comprensión holística. Su desenlace trágico en ambas etapas no es contingente, sino resultado de contradicciones materiales y simbólicas inherentes a su confrontación con el sistema de poder institucionalizado, en particular con la Iglesia Católica.  

Los análisis predominantes suelen circunscribirse a perspectivas sectoriales (antropológicas, teológicas o políticas), ignorando la dialéctica histórica entre los planos emic (vivencia interna del grupo liborista) y etic (interpretación externa, este caso la iglesia católica dominicana). Desde la perspectiva emic, Olivorio Mateo es elevado a la condición de mesías: un sujeto raptado por lo sagrado, investido por el «Dios de las alturas» con facultades taumatúrgicas (sanación, resurrección) que, en la conciencia de sus seguidores, lo equiparan funcionalmente a Jesucristo. Esta construcción no es mera superstición, sino una categoría operatoria surgida de las necesidades materiales y espirituales de las masas campesinas marginadas.  

En contraste, la perspectiva etic de la Iglesia Católica Dominicana reduce a Olivorio Mateo a un «campesino analfabeto», «brujo» o «impostor», categorizaciones que operan como mecanismos de descalificación institucional. Tal reduccionismo no es neutral: responde a la defensa corporativa de un monopolio teológico amenazado por movimientos heterodoxos. La acusación de herejía («atreverse a compararse con Cristo») no es un juicio teológico desinteresado, sino una estrategia de poder para preservar la hegemonía católica en un contexto de influencia sobre poblaciones rurales.  

Los liboristas, a su vez, deslegitiman a la Iglesia como estructura «impostora», sustituyendo su autoridad por una teofanía inmediata: Dios (Papá Liborio) encarna en su comunidad, negando así la mediación eclesiástica. Esta reciprocidad de exclusiones plantea la cuestión de si ambas cosmovisiones podrían coexistir al modo propuesto por Lessing en Natan el Sabio, es decir, mediante la renuncia a rituales particulares. Desde nuestra óptica me parece que tal posibilidad es una ilusión idealista.  

Toda religión instituida genera prejuicios estructurales contra sistemas alternativos, no por ignorancia de su «interioridad» (irrelevante para su función social), sino porque los prejuicios son mecanismos de autodefensa categorial. La Iglesia Católica y el liborismo operan como sistemas ideológicos cerrados, cuyos axiomas (dogmas, rituales, jerarquías) son incompatibles. La pretensión de armonía abstracta, al estilo de Lessing, ignora que las religiones no son «opiniones», sino instituciones materiales cuya existencia depende de la negación de alternativas.  

El liborismo no es un «error» ni la Iglesia un «opresor irracional». Ambos son expresiones de luchas de symploké (entrelazamiento conflictivo) entre materialidades antagónicas: la praxis campesina frente al aparato eclesial, la teología popular frente al dogma establecido. Los prejuicios mutuos no son fallas cognitivas, sino condiciones de existencia de cada sistema en su enfrentamiento dialéctico con lo real.

¿Educación para qué? 

Se suele invocar la Educación como una suerte de substancia metafísica, dotada de una misión redentora: liberar a los sujetos de la cosmovisión del sistema que, paradójicamente, la promueve y financia. Nada más ajeno a un análisis filosófico objetivo. La educación, en tanto que institución, no opera en el vacío histórico, sino que se constituye como parte de los aparatos ideológicos de los Estados (con independencia de su régimen político: socialista, capitalista o dictatorial). Su función primordial no es la emancipación, sino la reproducción de las estructuras de dominación vigentes, garantizando la perpetuación de la ideología de las clases hegemónicas.  

En ese mismo orden de idea, resulta sorprendente que aún hoy suscita perplejidad saber que un campesino, un obrero o cualquier sujeto subalterno internalice, defienda y promueva una cosmovisión contraria a sus intereses —sociales, políticos o étnicos— exige una explicación que trascienda la mera psicología individual. Aquí resulta pertinente recurrir a Nietzsche, específicamente a su análisis en la Genealogía de la Moral: cuando afirma que los valores dominantes (lo «bueno», lo «verdadero», lo «bello») no emergen de un consenso abstracto, sino que son imposiciones semánticas de las clases nobles —los amos—, quienes definen axiológicamente la realidad desde su posición de poder.  

En efecto, la conducta del noble se erigió como criterio normativo, mientras que las prácticas del esclavo o el sirviente fueron relegadas al ámbito de lo «malo», lo «feo» o lo «falso». Así, la psique del subalterno se estructura bajo una dialéctica de alienación: juzga sus propias acciones como «incorrectas o inferiores» si contradicen los parámetros establecidos por el amo. Este, al monopolizar la definición de lo legal, lo sublime o incluso lo ridículo, consolida un marco categorial que neutraliza la crítica desde la base misma de la conciencia.  

Lejos de ser un proceso inocente, la educación formaliza y sistematiza esta violencia simbólica, naturalizando la jerarquía de valores de la clase dominante. Por ello, preguntarse «¿educación para qué?» implica desvelar su rol como instrumento de conservación ontológica del statu quo, nunca como mecanismo neutral de ilustración universal.