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Andrés Ventura

Andrés Ventura, mi padre, retrato realizado por mi hermano Daniel Silverio

Una muerte que, quizás, pudo evitarse, al menos en las circunstancias y en el momento en que ocurrió. Pero ya es un hecho, y nada podemos cambiar. 

Quizás, si los hijos, ya adultos, tuviéramos la autoridad frente a nuestros padres, ya ancianos, para imponerles lo que consideramos mejor para sus vidas, tal como ellos lo hicieron cuando éramos niños —obligándonos a comer cuando no queríamos, a tomar medicina cuando estábamos enfermos, a dejar de hacer cosas que consideraban peligrosas—, como plantea Aristófanes de manera satírica en “Las Nubes”, hoy él estaría con vida.

Pero, ¿sería una vida deseable para él? 

¿Me gustaría verlo «vivo», pero apartado del medio social que le era deseable, de la gente que él conocía, que lo apreciaba y lo respetaba, donde se había convertido en el líder indiscutible en materia de promoción de la práctica del deporte? 

El domingo 17, el profesor Edwin Santana me preguntaba: “¿De qué manera le ha afectado la muerte de su padre?” Le respondí, creyendo tener la respuesta correcta en ese momento, que no mucho, porque ese duelo ya lo venía elaborando desde hace muchos años atrás.

Yo sabía que la historia de mi padre no podía terminar de otra manera, ya que él se negó a vivir en otro lugar. Con la terquedad propia de su edad, me obligó a construirle su casa en ese terreno, su terreno, y no en otro lugar.

De hecho, perdí un dinero comprando un solar en un lugar más adecuado, pero él se negó a vivir allí; quería vivir en lo suyo. Dada mi negativa de construirle en ese lugar, acordamos que viviría en la casa de su hija más pequeña. Vivió por un tiempo, llegamos a celebrar sus cumpleaños y todo, pero un día, sin hablar con nadie, levantó un rancho de cartón en su tierra y se instaló allí, en unas deplorables condiciones. Me llamó un día y me dijo, “Mi hijo, yo quiero que tu me ayudes a construir mi casa en este lugar, no me siento bien viviendo en casa ajena, prestame ese dinero, yo te lo pago”, no valieron mis consejos ni mis argumentos para que viviera en otro lugar.  Finalmente me rendí y le dije, yo no tengo que prestarle nada, nunca le pagaré lo que usted nos ha dado. 

Finalmente, dejé de luchar y le construí la casa donde él quería y del tamaño que él mismo marcó. Debo agradecer al tío Lucas Salvador (Folo), quien me hizo el favor de construirla.

Una vez construida la casa, todos sus hijos estuvimos con él y se la amueblamos. 

Aunque él estaba muy feliz, yo sabía que esa historia de felicidad no sería muy larga, porque él seguiría cruzando la autopista y más temprano que tarde encontraría el final de sus días de manera dolorosa.

Desde ese día, me preparé para lo peor, sabiendo que un día alguien que casi nunca me llama, me llamaría para darme la mala noticia. Y efectivamente, el sábado 16 de diciembre de 2023, me llamó Oneyda, una vecina de mi papá, quien nunca me había llamado antes.

Como estaba manejando, no tomé la llamada, pues no contesto cuando conduzco. Cuando me detuve y me disponía a devolver la llamada, recibí una de mi hermano Javier, quien solo me llama para cuestiones pendientes muy puntuales y no era la ocasión. Inmediatamente comprendí que esa combinación de llamadas solo podía ser portadora de malas noticias acerca de papá.

Antes de que Javier hablara, ya emocionado, le pregunté: “¿Qué pasó con papá?” y él respondió que lo atropelló un carro y murió. En ese momento, la noticia me pareció vieja, porque en lo más profundo de mi ser psicológico ya había recibido esa llamada. Desde ese momento hasta ayer en la noche, cuando regresé a la casa, había estado ocupado resolviendo problemas prácticos: la cirugía, el estado de salud postcirugía y, por varias horas, la esperanza de que todo saldría bien, aunque sin estar convencido de ello. Tenía la incómoda sensación de no querer tener la razón; quería estar equivocado. Pues, aunque me decían que era una buena señal que de cirugía lo enviaran a una sala y no a Cuidados Intensivos, yo respondí, queriendo estar equivocado, que para mí era la señal contraria. Sabiendo lo poco que vale la vida de un dominicano para nuestro sistema de salud, donde estaban en fila personas hasta con brazos amputados y otras heridas graves, esperando que se liberara el quirófano y nadie les prestaba atención. 

La señal para mí era clara: eso es que no había espacio en Cuidados Intensivos y, además, a estos médicos les importaba un carajo que un dominicano pobre más se muera; no se perdía nada, nada le pasa al médico descuidado y además, siendo honestos, tampoco él puede hacer mucho con los medios disponibles en el Hospital.

Finalmente, en la madrugada, recibí la llamada fatal: “El compa murió”.

Quiero decir, finalmente, que estaba equivocado cuando le respondí a Edwin que la muerte de mi padre no me había afectado mucho. Pues después de descansar un poco, no he dejado de pensar en él. Anoche desperté muchas veces pensando que él estaba vivo, deseando que así fuera. Sin embargo, cuando volvía a tomar conciencia de su muerte, no siento dolor por su partida, porque sé que él supo darle a sus hijos todo lo que estuvo en sus manos darle, no tengo reclamos. 

Tampoco siento que pude haber hecho más, pues lo que estaba en mis manos hacer, respetando su libertad y sus deseos como adulto, hasta donde él lo permitió y estaba en mi poder hacer lo hice.

Confieso que siempre sentí un cariño especial por mi papá, pero no sabía cuán grande era. 

No tenía idea de cuánta angustia me produciría su muerte.

Edwin, como se habrá dado cuenta, en realidad no estaba preparado para este momento, nunca lo estamos. Tengo en mi poder la cartera del viejo y su celular, quien me los entregó me dijo que, “…mientras su papá estuvo consciente, preguntó por su cartera y su celular”.

La cartera todavía tiene su precio, 100 pesos le costó.

Dentro de ella hay dos billetes de mil pesos, uno de quinientos y uno de cien.

El viejo tenía su reserva.

No encontraba qué hacer con ese dinero, finalmente se lo llevé a Fermin, él su hermano más pequeño. Estoy seguro, papá estaría de acuerdo. 

También encontré una hoja de cuaderno con todos los números de teléfono importantes para él, escritos de su puño y letra. 

Cada vez que reviso estos objetos no puedo evitar sentir tristeza al saber que aquel hombre bueno, que siempre proveyó para nosotros, sus hijos. En casa, nunca faltó ese saco de arroz, esa lata de aceite, esas habichuelas, esa salsa y esas cebollas. 

Ese hombre que realizó oficios diversos, como comprar y vender animales, posteriormente reparador de colchones. 

Ese hombre que fue balaguerista y aguilucho toda su vida.

Que estuvo ligado al deporte, desempeñándose como jugador, manager y activista deportivo. 

Que le gustaba contar cuentos. 

Que se entendía bien con personas de todas las generaciones.

Ese hombre que a quien no pudo hacerle un bien, tampoco le hizo un mal.

Así era Andrés Ventura Vásquez- negro, como solía decir él, cariñosamente el compa o copa para su gente.

Hasta siempre papá.

El chivi sigue en tu casita, muy triste, él tan andariego, ya casi no sale, parece que no se ha enterado, de que pagaste un alto precio por la libertad de vivir en lo tuyo. 

Prof. Eulogio Silverio.